Luego corre por el hielo, resbala y casi cae. La mujer echa agua, lava el piso, para el es una fina capa de hielo que esconde, cristalino, al rio.
Corre hasta la legendaria puerta de los secretos, confesionario, y de patada la abre, entra y enciende la antorcha mágica del cielo con sus propios dedos.
Allí está: la gran vorágine quieta exigiendo su cuota, o de lo contrario, cada nuevo día, amenaza convertirse en geyser. Por el bien de este pueblo, conformado por madre, su padre y su hermanito, suelta el chorro de agua tibia, baja la palanca y la vorágine traga el diezmo, ruge y luego se conforma.
La misión ha sido cumplida. La reina le da un beso en su cabello despeinado, la reina loca, la que en vez de agradecerle por su hazaña, salvándola del riesgo de que todos perezcan en el río de aguas negras, o de sobrevivir la lleven a la guillotina, la gran mujer , desde la alturas dice:
Hey, no te lavaste las manos.
Y lo sube a la infinita e intermitente cascada, y sobre la porcelana vacía jazmines y rosas de un cáliz que dice jabón líquido. Luego seca sus manos con un manto de peluche y hace la reverencia de acomodarle el cabello. La bendición termina, la mujer se aleja y el guerrero enfrenta el ojo cerrado de un dragón que aún dormita. La madre abre las cortinas y el ojo se la bestia se encuentra con el ojo del valiente...
Continuará
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