Habría sido un pueblo fantasma si no estuviese aquel asustado detrás de su puesto de láminas. La noche anterior la guerra se había desatado. Las persecusiones, las balaceras, las ejecuciones, las llantas quemadas sobre el pavimento, despertando al Golem de polvo y miedo.
Era otro pueblo. Nosotros, los tres, eramos otros. La tensión nos fulminaba.
Luego, la noche transcurriría sobre los caminos del hombre, entre una y otra extraña sedentarización humana. La camioneta se movía encontrada por los faros de otros, que de frente bajaban la intesidad de sus luces.
Tu mente sangraba de repente. La esperanza era un gancho que no te dejaba ahogarte. La inefable esperanza en el oleaje de las llamas.
Ibas a morir de todos modos pero no de sueño. Soportarías como un vigía, la noche sin estrellas, con la brillante luna de faro, alumbrando aquellos barcos de piedra y tierra y tiempo, varados, los cerros.
Las ventanas se mantendrían cerradas hasta que el sol calentara y tejiera pequeñas telarañas en los ojos. Nos perderiamos en lugares recién descubiertos, preguntando a los nativos el camino que de nuevo nos enfilara a las montañas. Desayunabamos al lado de la carretera.
Luego el ascenso, a través de curvas y piedras gigantescas que se sostenían sobre sus patas, como aves sobre una rama con las alas recogidas, hinchado el pecho del aire más dulce y la música que subía también desde el pecho hacia los labios, emocionante y sin embargo demasiado tranquilo.
Yo debería estar allí abajo, caminando en los lugares de dureza y suavidad, en el eco de esas barrancas. Y tú deberías ir a mi lado.
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Hace 2 días.
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