Los ojos de J. Merrick son profundos, pero los pliegues de piel no permiten contemplar sus abismos. Debajo de un tragaluz que atraviesan los gatos, las tormentas de arena y las luces de una ciudad que se devora a sí misma, el hombre elefante, el que fumaba las más extrañas yerbas y bebía del caliz de su propia sangre, lamenta su vida misma, su existencia misma, su dolor. Sabe que es un ser disperso como un diente de león en el tornado y que muchas veces ha querido atravesar su carne, salirse por sus uñas, escupirse a una rutina más o menos satisfactoria y redituable, ser otro (siempre el mismo: deseando ser otro) escuchando las risas grabadas, la mirada atormentadora de los espectadores que imagina, y se rebaja al nivel de las cucarachas (en el mismo plano de su existencia, pero con una menor valía). Su histeria desbocada le quema los pulmones, usa su espina dorsal como carril defectuoso en que se volcará el tren en el que J. Merrick viaja de ciudad en ciudad, sin salir de aquel escondrijo en que La Muerte también lamenta una pérdida, la del placer de su trabajo.
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