Pero hay otros más jóvenes y solo los veo con envidia. Desde mi mazmorra veo sus pies caminando cual si el mundo tuviera motivos, cual si estuviera diseñado para hacer esto y lo otro y bailar y caminar y mamar la leche amarga de la higuera.
Los álamos se han secado. Esos enorme monstruos buenos, esos amigos a los que tatué ilusiones con nombres de mujer. Se han muerto pero la sombra permanece. Y la distancia. Nos dejan la distancia de las últimas hojas del último otoño que no caen ante nuestros ojos.
También en mi corazón, patio de flamas eternas en que se avivan los más frescos y suaves recuerdos de mi mejor infancia, hay un pasillo oscuro y negro que ve una luz al final. En ese pasillo puedes asomarte y ver murcielagos que no lo son y que son colguijes de otra cosa, estalagmitas de algo que no deja de gotear, que no deja de caer de sí, que soy yo mismo.
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