Nos abrazamos porque el cielo se abría y se cerraba y las lluvias sobre largos y anchos baldíos subían por las narices, calmando toda tribulación.
Era la carretera, como un río de piedra, como un volcán cuya lava ha quedado perpetuada por algunos milenios, que de nuevo arderá, como ardió en un principio. Contrario a las supercherías de púlpitos avinagrados en el principio todo ardía en 150 mil millones de llamaradas.
Y te ríes. Siempre te ríes. Cabrona.
De un solo sentido el camino y a un sólo latido los corazones, te soltaste para encender el aparato estereofónico. Desde allí la voz anunciaba el fín del mundo, un terrible desasosiego, una invasión extraterrestre y de naves que incendiaban a todo ser viviente. A toda planta, niño, animal cuadrúpedo, paquidermo del zoo.
Nos reímos de no haber dejado rastro y de cargar con 200 litros de gasolina, suficiente para seguir huyendo o incendiar el penúltimo reducto de tierra.
En el último arderiamos los dos, tarareando Ouch! el primero, y todos sabemos lo único sobresaliente que producirán nuestros ídolos, nuestros Los Dollkings.
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