La televisión encendió a las 6 a.m. pactadas. Entreabrí los ojos para ver los muros blancos, la oscuridad descansaba en ellos. Reconocí mis audífonos, esos gordos audífonos acolchonados, por el sonido que emitían. Antes de dormir estaban en mis oídos, luego seguramente cayeron al suelo mientras daba vueltas en la cama.
Me levanté como pude, amodorrado absolutamente. La casa sin sonido alguno, el exterior con los motores comunes, rugían. Recordé la ansiedad que me daba al despertar cuando estaba en secundaria, entonces el tedio todavía me causaba pánico.
Nadie despertó junto conmigo, fui al baño con urgencia. Luego. Recogí mi ropa de un closet revuelto y me dirigí a la tabla de planchar. Esa que ya casi no se sostiene en pie y que cubre una toalla amarilla. Conecté la plancha al tomacorriente para esperar que se calentara, imitando a las abuelas que en la estufa ponían a calentar aquellas pesadas planchas de metal.
Mi madre se levantó, apenas mis movimientos, mis pasos atravesando la casa interrumpieron su sueño. Entonces se levantó, se dirigió al baño para después pronunciar las acostumbradas palabras. Allí deja, yo te plancho.
Yo dije que no.
Ella no dijo nada. Ni un solo bueno, ni un solo está bien. Una tristeza parecida al funeral del abuelo se sintió en ambos. Ella se fue al sillón llorando y yo me metí a bañar, apesumbrado.